Cuentos que no son cuentos II ...

La abuela siempre contaba ...

La primera vez que vi "La Cuesta de Gos", los ojos se me llenaron de lágrimas, recordando y añorando  mi Cartagena, la bella.
Muertas de cansancio, la mula y yo, paradas en medio de los que ellos llaman la rambla, el lecho de un rio seco cubierto de piedras, grava y arena abrasados por el sol. Tu abuelo se quito el sombrero y alzándolo saludó al paisaje, para mi un desierto, mientras nos contaba y nos mostraba las bellezas del lugar.

- Anica, esto es "La Cuesta de Gos". Mira a ambos lados de la rambla, se ve asomar algún caserón o cortijo y más allá, al fondo entre aquellas lomas de la derecha se adivinan "Las casas", donde viven los mineros y una de ellas es la nuestra, más arriba rompiendo el color de la loma, las minas, donde yo trabajo. Respira, Anica, respira. Huele a tomillo, romero y jara, almendros y algarrobos con la gracia de la higuera en el centro y el balandre florecido a ambos lados de la rambla.

Yo solo vi arboles, pitas y chumberas y el verde del esparto perdido por las lomas. Le sonreí, pero la mula fue más sincera. Se cago.

Con la mula del ramal nos condujo hacia "las casas", después de dejar la rambla y algún saludo, a puro grito, de los escasos vecinos, la mayoría mujeres que al vernos abandonaban momentaneamente sus tareas para darnos su bienvenida. Y tras subir la cuesta, apareció ante mí un escaso racimo de casas blancas lo suficiente aisladas para vivir con seguridad e intimidad la soledad de aquellos campos.

Cruzamos entre ellas, con saludos y parabienes y en la curva de una loma apareció el chamizo mas alejado del grupo minero conocido como "Las casas". Ato la mula junto a la puerta, que se abrió de un empujón, para mostrarme su interior.

- Ana, Anitica, esta será nuestra casa. ¡Ven, no mires lo que ves, solo lo que será!

Entré. Dejé el atillo en el suelo. Miré el chamizo o la casa. Volví a mirar a mi hombre.

- ¡Contenta! ¡Sí! Como Jazmín, la mula. Así la llamo, porque es bonica, porque yo quiero y por el jazmín que plantaremos junto a la puerta de esta casa, ¡la nuestra!

Sí, con el tiempo se plantó un jazmín, que creció, nos dio sombra y flores y según tu abuelo, nos perfumó las noches, pero nada de comer.
Y al atardecer de aquel primer día, descargadas las alforjas y apareos y poner orden en aquel chamizo partido en dos, me dejo sola. Marchó a presentar sus respetos y saludos a la autoridad de las minas, para poder ocupar al día siguiente su puesto de trabajo.

- Anica, es nuestro jornal. Que son ingleses. Tu pon en orden tu casa y hechale un ojo a Jazmín que yo pronto vuelvo.

Oscureció y yo sola. Cogí la mula, la entre en la casa, no fueran a robarla o por tener compañía. Sentada junto a la lumbre y con la mula del ramal, me encontró al volver acompañado de amigos y vecinos para celebrar y presentar a su moza, su mujer.

Risas, bromas, algún cante y el comer y beber, que bien trajeron y dispusieron entre todos ellos, como es costumbre en el lugar. Se me fue el miedo y la pena y de madruga cuando todos se fueron le dije bajito junto al oído, que no me arrepentía de nada.

Me acostumbré, nos acostumbramos, el uno al otro y en pocos días, tu abuelo le dio un cambio al chamizo, acercándolo a la idea que yo tenía de una casa. Todo me parecía bien, el lugar, la forma de vivir, la gente alegre, dispuesta a echarte una mano, tu abuelo y sus amigos, el corro que siempre formaban con sus chanzas, picardías y cantes, al anochecer y dejar atrás el trabajo de las minas.

Aprendí a amasar y hornear el pan, la tía Concha, la de la verruga con pelos, me enseño. Las lentejas fue tu abuelo, que tenía buen cocinar.

Cortar leña, encender el horno, criar gallinas, los conejos en el hoyo, el pequeño huerto, huerto que tu abuelo casi lo mimaba, en fin, ¡la vida en el campo! y poco a poco me acostumbre como mis manos al nuevo quehacer. Todo no fue fácil, como el compartir mi hombre con amigos, sus mujeres y las mozas del lugar, me recomían los celos, sus bromas, sus chanzas, las risas y el corro que siempre él formaba.

No, no fue fácil empezar a vivir con un hombre, y un hombre como tu abuelo tan cercano, lejano y nuevo como el amanecer del día a día.

Sabes, recuerdo uno de los primeros días, bajo más pronto de su trabajo en la mina y sin lavarse. Calentamos agua en ollas y pucheros y allí en la pequeña era, a la vista de cualquiera, en pelota viva se lavo. Yo avergonzada y asustada le acercaba el agua en los cacharros, casi sin mirar.

- Ana, Anica, mirarme. No tengas miedo, esto es todo lo que hay y que más o menos somos los hombres y si me ven que miren, que no se gasta y a quien le guste lo diga, por si hay acuerdo, que bien lo dice el refrán : Bendito sea el botijo que a tantos calma la sed.

Con su forma de mirar y su alegre risa, logró la mía.

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